miércoles, 19 de diciembre de 2012

La Profecía


Siempre me han caído mal. Gente descontenta y amargada que no sabe más que augurar desgracias a sus semejantes para que se sientan igual de mal que ellos. Los profetas, para que nos entendamos, de ayer y de hoy.

Del Antíguo Testamento hasta nuestros días, pasando por Nostradamus y seguidores. Siempre parecen estar escudriñando las interioridades de su bola de cristal en busca de tiempos oscuros para ser los primeros en darnos la noticia de las catástrofes que nos aguardan a la vuelta de la esquina o un poco más allá.




Igual estoy metiendo la pata, porque en algún lugar quizás duermen profecías positivas. Tal vez algún visionario oyó voces que le describían cómo de felices iban a ser los humanos cuando en tal fecha se acabase de una vez por todas con el cáncer, con el sida; cuando muriese de hambre el último niño porque a partir de entonces los alimentos llegarían a todos por igual; cuando desapareciesen las armas, y las guerras fueran solamente un recuerdo desagradable pero necesario para no repetir los mismos errores. Puede que esté escrito que un día tal como hoy va a suceder algo maravilloso que nos hará felices y terminará con alguno de nuestros humanos problemas... pero estoy casi segura de que, de existir tal profecía, su descubrimiento no sería portada en las Noticias ni conseguiría el crédito que le damos a cualquier otra que nos augure los peores males.




Quizás en realidad nos gusta sufrir. Puede que no anduviera equivocado el Interventor de "Un mundo feliz" cuando intentaba explicar al Salvaje cómo funciona la mente humana: "La felicidad real siempre aparece escuálida por comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha. Y, naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho, tan espectacular como la inestabilidad. Y estar satisfecho de todo no posee el hechizo de una buena lucha contra la desventura, ni el pintoresquismo del combate contra la tentación o contra una pasión fatal o una duda. La felicidad nunca tiene grandeza".

Y por eso en estas fechas andan las aguas mediáticas tan revueltas con que se termina el mundo de aquí a dos días. Que lo predijeron los incas, oiga; y con aquéllos misteriosos conocimientos que atribuímos a las civilizaciones que no acabamos de comprender, y el tesoro de arcanos que sin duda manejaban a diario, ¿cómo dudar de lo que se nos avecina?.




¡Y ya es fatalidad, caramba, que tenga que ser justo el día 21 de diciembre...! Nos quedaremos sin saber si el décimo de Lotería que compramos con tanta ilusión se llevaba por fín algún premio; en la despensa se echarán a perder las viandas para la cena de Nochebuena; Papá Noel se encontrará con el trineo lleno de regalos que no podrá repartir, y no habrá brindis y fuegos artificiales para dar la bienvenida al Nuevo Año... ¡Con la que está cayendo y encima se tiene que acabar el mundo!.

Pues, por mi parte, no pienso cambiar mis planes. Además, ¿qué iba a poder hacer en un par de días que no haya hecho ya?. Si eres consciente de que no vas a vivir eternamente, de que solamente dispones de un tiempo limitado de luz antes de volver a la oscuridad de la que procedes, ya procuras que cada día cuente. No dejas lo importante para un hipotético futuro que podría no estar dentro del programa; no rechazas lo que realmente estás deseando hacer en un momento dado; no olvidas dar un beso a quien quieres, mientras tienes la oportunidad de hacerlo.

No me preocupa saber si se acabará o no el mundo. Sé que se acabará. El fín del mundo, para mí, será el día que yo muera. Mientras tanto...

martes, 27 de noviembre de 2012

Tigre y Dragón (1)


Todavía recuerdo aquellas huchas de cerámica con las que se pedían donativos "para las misiones" el día del Domund. Las había de varias etnias, pero la que ahora me viene a la cabeza es la de aquel chino mandarín con su sombrero cónico amarillo y su trenza negra y lustrosa.




Con ella pedíamos "para los chinitos". Y aunque éramos pequeñas y todavía no nos enterábamos muy bien de qué iban esas cosas, suponíamos que aquellos chinitos eran muy pobres y había que llevarles comida y recursos para que no se murieran de hambre. Y seguramente así era entonces.




Pero pasaron los años, cambiaron las cosas, mejoró la economía, aumentó la población... y mientras por aquí todavía andábamos con la imagen obsoleta de aquellos "pobres chinitos", China crecía a un ritmo acelerado y sus ciudadanos iban extendiéndose por los países vecinos y haciéndose con las riendas de sus respectivas economías.

La primera vez que tomamos auténtica conciencia de este fenómeno fue durante un viaje a Malasia y Singapur, en 1998.




Tres años antes, en Thailandia, ya nos había llamado la atención el hecho de que los pequeños comercios regentados por chinos fueran los únicos que podías encontrar abiertos por la noche. Necesitabas un litro de leche, un refresco, unas espirales antimosquitos... y allí estaba la tiendecita de la familia china (¿a que os suena?), que nunca cerraba porque ellos dormían allí mismo en una colchoneta y atendían a cualquier cliente que acudiera a deshora.




En Malasia ya no eran solamente tiendecitas. Los chinos se habían hecho con muchos restaurantes y proseguían su ascenso, mientras que los malayos iban perdiendo clientela y cerrando sus negocios. Nada extraño, la verdad, ya que la indolencia de estos últimos poco podía hacer frente a la laboriosidad y constancia de los primeros.




Singapur, en el extremo meridional de la península malaya, era el mejor ejemplo de "colonización pacífica" que podíamos encontrar. La población estaba compuesta por una inmensa mayoría china, con un pequeño porcentaje de malayos y menos aún de indios, más unos cuantos europeos poco evidentes. Y el contraste con sus vecinos no podía ser mayor: una isla de bienestar y desarrollo, con una de las economías más fuertes del mundo.




¿Cómo sería la China original de la que había salido toda aquélla gente?. No pudimos comprobarlo hasta varios años después, cuando viajamos hasta allí por primera vez en 2005...

jueves, 28 de junio de 2012

Atrapad@s en la Red Social (3)




Hace tiempo que me encuentro en un dilema.

Y no es que piense que nuestros padres se equivocaron en algo, que no. Es porque ha cambiado el viento y toca reorientar las velas para seguir navegando sin percances.

Cuando éramos niños, muchos de los que ahora ponemos en la tarta de cumpleaños números en vez de las clásicas velitas (que van siendo demasiadas) tuvimos la suerte de recibir cierta educación. Nos enseñaron a pedir las cosas "por favor" y a recibirlas con un "gracias"; a apaciguar con un "disculpe" a quien habíamos molestado inadvertidamente; a comportarnos en la mesa con corrección, usar los cubiertos con eficacia y no hablar con la boca llena; a dirigirnos a los demás con respeto, hablando en un tono discreto y no a voces; y a mantener unas maneras civilizadas en la calle, evitando ensuciar o causar molestias a los demás viandantes. Nos enseñaron, en fín, que vivíamos en sociedad y había ciertas reglas que cumplir para formar parte de ella.

Y como éramos niños las aceptamos sin cuestionarlas, adquiriendo aquéllos hábitos que nos inculcaron no solamente con palabras sino fundamentalmente con el ejemplo de cada día. Cuando no se cumplían las reglas recibíamos la reprimenda o el castigo consiguiente, que nos fastidiaba pero ayudaba al aprendizaje. Eran otros tiempos menos "light"; cuando un azote, dejarte sin postre o mandarte a tu habitación no suponían "intolerables atentados a la dignidad", ni traumatizaban a un niño para toda la vida... Quizás también los niños de entonces éramos de otra pasta.

Luego fuimos adolescentes y, naturalmente, llegó el momento de rebelarse contra todo. Las normas eran para saltárselas y las hormonas nos pedían "marcha"; el mundo era un enorme campo de posibilidades y, desde luego, había que cambiarlo todo para hacerlo mejor de lo que lo habían hecho hasta entonces... Los mayores se habían vuelto enemigos, y los amigos de nuestra edad eran los únicos que realmente "nos comprendían". Todo lo veíamos a través de unas lentes de aumento, necesitábamos lo excesivo. Lo prohibido tenía, justamente por estarlo, un atractivo especial y lo buscábamos con entusiasmo...

Pasaron los años y la vida puso cada cosa en su sitio. Y acabamos por caer en la cuenta de que las normas, la educación, el respeto, aquéllas "anticuadas" fórmulas de cortesía, no eran sino herramientas para permitirnos convivir en relativa paz con nuestros semejantes. Tomamos conciencia de que aquellos "por favor" y "gracias", aquel "disculpe" o el tratar de "usted" a quien no conocemos y tiene más edad que nosotros, funcionaban como amortiguadores para suavizar el choque entre individuos en una sociedad cada vez más masificada; la cortesía nos alejaba de la barbarie. Porque los choques son inevitables pero, como escribe Fernando Savater, "buscar gresca con los demás es por lo común inconveniente", y "se puede vivir de muchos modos pero hay modos que no dejan vivir".

Así que durante muchos años he procurado ser aceptablemente educada, haciendo honor a lo que me enseñaron; y debo decir que no me ha ido tan mal porque han sido mayoría las personas "normales": ésas que, si uno se dirige a ellas correctamente te contestan con la misma corrección, y si no les metes el dedo en el ojo se cuidan de hacer lo mismo contigo. Lo que pasa es que, de un tiempo a esta parte, las cosas han ido cambiando y las buenas maneras parecen algo a extinguir. Y claro, empeñarse en hacer de cordero cuando pintan lobos es hacer oposiciones a ser convertido en chuletas.

Y no tengo intención de convertirme en mártir de las buenas maneras, así que he empezado a tomar mis medidas. De momento, voy leyendo con atención los artículos de mi escritor favorito. No solamente porque en muchos de esos "ajustes de cuentas semanales", como él los llama, arremeta contra gentes y situaciones que a mí también me ponen de los nervios, y que me encantaría tener los medios y el arte para tratar del mismo modo. No sólo por éso. Es también por la riquísima colección de epítetos de que se sirve para calificarlos, y de los cuales yo no tenía noticia (la buena educación también tiene sus fallos...) pero de los cuales voy tomando buena nota para servirme de ellos a la menor oportunidad que se presente.

También leo con interés a Maquiavelo, que conociendo bien el alma humana aconsejaba que más vale ser temido que amado, y que tratar con clemencia al enemigo en vez de acabar con él sólo sirve para que vuelva a atacarte en cuanto se recupere. Aunque casi es más interesante Sun Tzu, que previene para no dejarse llevar por la cólera y las prisas, sino emplear el engaño y la elección cuidadosa del momento; un ataque preventivo, rápido y certero, es la mejor defensa...

Llegará un momento en que me sienta preparada para salir a la calle y enfrentarme a las hordas con garantías de éxito; de momento soy bastante pacífica, pero dénme tiempo... Sin embargo todo ésto me plantea un dilema. ¿Cómo distinguir a los justos que aún quedan en Sodoma?.

Porque evidentemente sigue existiendo gente amable y educada, que te preguntarán qué hora es o por dónde ir a la Plaza Mayor con un "por favor" delante, y serán capaces de corresponder a tu saludo con otro "buenos días" acompañado de una sonrisa. Pero todos caminamos disfrazados y nunca sabes quién aparecerá bajo el cuero o la seda cuando toque. Es como una apuesta a cara o cruz, y no siempre está claro qué lado es cuál. Además, ya me he equivocado en un par de ocasiones al menos.

Hace unos años caminábamos al anochecer por un rincón solitario del Retiro para llegar al cine de verano. Alguien llegó hasta nosotros por detrás con ruido de ferretería, y la luz de la farola iluminó una chupa de cuero con tachuelas y cadenas, una "cresta" de colores, botas de caña con hebillas... En fín, que cuando ya esperábamos cualquier cosa se nos descolgó el chaval con un: "Hola, ¿os importa que vaya con vosotros?, ¡es que hay por aquí una gente más rara...!". No se había mirado al espejo, el angelito. El caso es que parecía cruz... pero era cara.

Al contrario que el otro día. Esta vez el escenario era el paseo de Madrid Río y descansábamos sentados en un banco, cuando un roce a nuestra espalda nos hizo volver la cabeza. Allí mismo, a menos de dos cuartas y a la misma altura del respaldo porque los jardines están altos, un perro hacía sus necesidades bajo la plácida mirada de sus dueños: una pareja de edad similar a nosotros y aspecto "normal". Bastante mosqueados, es la verdad, preguntamos si no se podían llevar el perro más lejos para esos menesteres... Y la pareja de aspecto "normal" se transformó súbitamente en un par de energúmenos vociferantes que vertían insultos por una boca que parecía una cloaca... Esta vez lo que parecía cara resultó ser cruz.

No es fácil saber a quién tienes delante. Y por otra parte, ¿es posible nadar y guardar la ropa?, ¿mantenerse civilizada y desbarrar solamente cuando toque?, ¿o acabaré formando parte de la horda si adopto sus maneras?, o al menos pareciéndolo... En fin, un dilema.

domingo, 3 de junio de 2012

Cualquier tiempo futuro fue mejor


Siempre me han gustado esos pueblos que conservan un ambiente medieval.

Me encanta pasear por sus calles estrechas y tortuosas de suelo empedrado; admirar las casas de piedra y barro con vigas de madera, cuya fachada gana unos centímetros más con cada piso y que parecen apoyarse en sus vecinas; asomarme a sus pasadizos, cuevas y bodegas; atravesar las murallas por puertas de viejos postigos de madera herrada; entrar en las pequeñas iglesias de piedra tanto como en los grandes castillos...




Recorrer sus callejuelas ya vacías a última hora de la tarde, cuando las sombras empiezan a instalarse en los rincones sin que la luz de unas farolas amarillentas consiga detener su avance, es un placer que estimula la imaginación haciéndonos retroceder en el tiempo.

Claro que a veces la imaginación se dispara demasiado y nos hace evocar idílicas escenas de la vida cotidiana en aquellos tiempos. ¡Qué tranquilidad la de entonces...!, sin coches ruidosos por las calles; ¡qué sanos los alimentos...!, sin conservantes ni porquerías; ¡qué entrañable la vida comunitaria...!, con sus fiestas alegres, las reuniones alrededor del hogar para contar historias a la luz de la lumbre...




A menudo, fastidiados por los problemas e incomodidades del presente, caemos en la trampa de sentir la nostalgia de un pasado que nunca existió. La democracia de la Grecia clásica nos parece un logro perdido; ya no se construye como lo hacían los romanos; desaparecieron los sabios universales del Renacimiento; no quedan tierras que descubrir y conquistar allende los mares; y los tiempos de las grandes ideas, de los grandes artistas, de los grandes inventos, han quedado atrás. Hemos perdido los valores, las creencias, la familia, el empleo para toda la vida, la seguridad en las calles, el buen gobierno, la fe, la esperanza y la caridad... Y el mundo parece haberse convertido en un lugar frío e inhóspito, peligroso para la vida y la hacienda, con el riesgo añadido de que el cáncer o el infarto se nos lleven antes de tiempo...

Espejismos de un pasado que nunca fue así pero que, con gran optimismo, nos complacemos en pintarnos mucho mejor que nuestro presente efectivo. ¿Cuántos de nosotros estaríamos realmente dispuestos a embarcarnos en la máquina del tiempo para retroceder y quedarnos allí?. Allí... ¿dónde?, ¿en qué momento de nuestra Historia?.




Me imagino en la democrática Atenas del siglo V, paseando por la stoa al cálido sol de la tarde mientras escucho las sabias palabras de alguno de los grandes filósofos, o apresurándome para no llegar tarde al estreno de la última comedia de Aristófanes... Claro que, como mujer, nada de ello me sería posible y más bien estaría encerrada en mi casa sin derechos ni voz ni voto; que la democracia no era lo que ahora entendemos como tal, y sólo participaba de sus beneficios la pequeña parte de la población con el estatuto de "ciudadanos libres", ¡faltaría más!.




¿Mejor entonces ser hombre?, pues sí... hasta que tocaba entrar en guerra con alguna de las ciudades vecinas, cosa bastante frecuente; y entonces pocas eran las posibilidades de salir entero: lo de la objeción de conciencia no se había inventado. Y nada de armas con las que matar a distancia y sin mancharse las manos: lanza, espada, escudo, y allá tú con lo que hubieras aprendido en los largos entrenamientos diarios. ¿Herido en la batalla?, olvídate de analgésicos, anestesia o antibióticos. Los perdedores, por último, eran vendidos como esclavos después de rematar a los heridos "inservibles". Los derechos humanos aún estaban por inventar...




Y es que el ser humano, en toda época y lugar, se ha dedicado con bastante entusiasmo a exterminar a sus semejantes a pesar de la supuesta fraternidad humana; lo de Caín y Abel sólo fue un tímido precedente.

Si me quedo en España, por ceñirme más al al lugar que ocupo y fantasear solamente con el tiempo, tampoco acabo de encontrar ese "cualquier tiempo pasado fue mejor" de las Coplas de Jorge Manrique.




De la cabaña al palacio, todos vivieron en peores condiciones que nosotros. Hombres o mujeres, ricos o pobres, sabios o ignorantes; ninguno tuvo a su alcance los medios materiales, las condiciones de libertad, de salud, de oportunidades, que disfruta cualquiera de nosotros en un país "normal". No pretendo afirmar que vivamos en el mejor de los mundos, ojo, sino en el mejor de los tiempos; cuando palabras como democracia, Internet o antibióticos se corresponden con realidades ya inventadas y en uso; que lleguen a todos los rincones del planeta es otro tema.




Es un alivio saber que el tiempo no corre hacia atrás y que, por tanto, no es posible el retroceso. Aunque no es condición imprescindible: tampoco los orgullosos romanos del Imperio imaginaron que, pocos siglos más tarde, todo aquello que enriquecía su vida diaria: termas, templos, villas, ciudades, espectáculos, ceremonias, leyes, cultura, arte y civilización, desaparecería arrasado bajo los cascos de los caballos de Atila y compañía...

La Historia, cuando es olvidada, tiene la fastidiosa costumbre de volver a repetir sus duras lecciones. Nunca estamos completamente a salvo de la Prehistoria.

miércoles, 2 de mayo de 2012

Paseos por Madrid: 1º de mayo

Esta mañana he salido a dar un paseo por el centro de Madrid.

Mayo se estrenaba con un cielo azul en el que sólo flotaba algunas nubecillas blancas, pero las pequeñas nubes pronto se han ido agrupando hasta cubrir el cielo de gris. Chaparrones intermitentes que no han vaciado las calles; al contrario: cada hora parecía traer más gentes de aquí y de allá, dispuestas a disfrutar del día de fiesta.

También yo he disfrutado caminando sin rumbo fijo, y ésto es lo que me he ido encontrando en mi paseo:




Miradas que se hablan en las esquinas sin cruzar ni una palabra...




Mensajes sin palabras,  palabras sin voz...




La calle como escenario de nuestra tragicomedia cotidiana...




Ilusiones fugaces que se nos aparecen disfrazadas de realidades...




Gentes buscando ideas que seguir, gentes mirando ideas que pasan por su lado...

Madrid, como todas las ciudades, siempre está llena de cosas que ver, de mensajes evidentes y ocultos, de vida cotidiana; para sentirlo sólo hace falta salir a darse un paseo por sus calles y sus gentes.

domingo, 18 de marzo de 2012

Sensación de Lugar


Llevábamos unas semanas dando tumbos por Australia.

Comenzamos bordeando la costa de Sur a Norte, visitando la parte más húmeda y poblada del continente. Y aunque cada nuevo país es una fuente de sorpresas y novedades, al cabo de los días lo diferente se vuelve tan familiar y cotidiano que uno adquiere sin apenas darse cuenta la confianza de estar como en su propia casa; a pesar de que ésta se halle, como en nuestro caso, al otro lado del mundo.




El salto en avión de Brisbane hasta Alice Spring había marcado un nuevo hito en el viaje. De nuevo la sorpresa del contraste, el salto del bosque al desierto como de un mundo a otro; contemplando desde las alturas una vista que nos hacía sospechar que los aborígenes en sus sueños habían conseguido subir hasta las nubes para plasmar en sus pinturas el diseño de líneas y manchas de tonos cálidos que formaban el corazón rojo de Australia.

Poco después volvíamos a estar en la carretera, y el paso de los días nos situaba de nuevo en la cómoda confianza de lo cotidiano. Los interminables kilómetros de aridez y arbustos, de spinifex y lengas salpicados de eucaliptos, de montes calcinados en la distancia y gargantas de roca con tonos de hierro oxidado, se habían convertido temporalmente en nuestro hogar. Disponer de una furgoneta de camping bien equipada y aprovisionada facilitaba mucho las cosas, claro; es increíble la rapidez con la que uno se acostumbra a conseguir agua tan sólo abriendo un grifo, fuego pulsando un botón, y una cerveza bien fría en medio de la nada recalentada y el zumbido de las moscas con sólo abrir una puerta.




Ulurú había sido una auténtica sorpresa. A pesar de los miles de imágenes en que aparece, de fotos, vídeos y relatos, nada te prepara para la compacta realidad de su enorme presencia. Escéptica como me sentía en principio, me fuí sabiendo que había merecido la pena el tiempo y los kilómetros recorridos para llegar hasta allí. Es una historia para otra ocasión.

Ahora atravesábamos la apartada región del Kimberley, en Western Australia, y después de varias horas de paisaje cubierto de hierbas amarillas, eucaliptos, termiteros y baobabs llegaba el momento de ir buscando un lugar adecuado para dormir. La ciudad más cercana aún quedaba a un par de días, pero había algunas solitarias zonas de descanso donde pernoctar.




Junto al Ord River encontramos un área algo apartada y con instalaciones básicas: un WC, papeleras, poco más. La Greath North Highway había pasado por allí en otro tiempo, pero ahora el asfalto estaba cortado por un vado que en tiempo de lluvias debía resultar temible, y aquel tramo de carretera había quedado abandonado. Allí nos instalamos sin mayor problema, hechos a dormir en la soledad del campo por años de práctica y sabiendo que el peligro, si lo hay, llega más a menudo por la cercanía de la gente que por su ausencia. Y no era compañía precisamente lo que prometía el lugar.

Dando un paseo para estirar las piernas llegamos a la vista de un par de carteles; en uno de ellos se contaba brevemente la historia de Leycester, el niño de 13 años muerto allí mismo en accidente de carretera y en cuyo recuerdo se había bautizado el área con su nombre. El otro informaba de que estaba permitido pernoctar durante 24 horas, añadiendo un número al que llamar en caso necesario; y terminaba diciendo que el teléfono público más cercano se encontraba en Halls Creek, 100 km al sur de allí.

Sentados a la luz de la luna en medio del silencio roto de vez en cuando por los lejanos aullidos de los dingos, con una copa de vino en la mano y el manto de estrellas brillando en la oscuridad de un cielo limpísimo, me volvió a la cabeza aquel cartel y me dí cuenta de que era la clave que situaba las cosas en su justo lugar. El teléfono más cercano, ya que el móvil sin cobertura no era tal, estaba a 100 km... Ahora podía apreciar mejor dónde nos encontrábamos realmente, y el valor de la seguridad que proporciona un vehículo, una reserva de agua, una despensa con provisiones, un techo bajo el que dormir.




Sensación de lugar. Un término muy usado en fotografía; el efecto que se consigue con ciertos recursos visuales para situar al espectador dentro de la foto: inmerso en la corriente del río o en la niebla del bosque, como lo estuvo el fotógrafo en el momento de captar la imagen. Y me dije: ¡qué pocas veces tomamos auténtica conciencia de dónde estamos y de lo que tenemos!, de la importancia de este breve momento de luz que se nos concede en la noche eterna: esta vida por la que pasamos tan a menudo sin darnos cuenta.

Me vino a la cabeza algo que leí en la exposición de un centro de visitantes norteamericano; no recuerdo el lugar pero las palabras han permanecido. Eran de un jefe indio ya desaparecido, uno de aquéllos sabios "salvajes" cuyo pensamiento, desarrollado en contacto con la magnífica Naturaleza de aquel hermoso continente, parece ser hoy más apreciado de lo que lo fueron las personas de entonces: "¿Qué es la vida?, el resplandor de una hoguera en la oscuridad de la noche; el aliento de un búfalo en medio de la nevada del invierno...".

Sin duda aquél hombre había tenido bien claro dónde estaba y lo que valía su momento de lucidez.

viernes, 17 de febrero de 2012

Atrapad@s en la Red Social (2)




Vaya por delante que las Redes Sociales me parecen un gran invento: una potente palanca con enormes posibilidades para mover el mundo... aunque generalmente usada tan sólo para jugar. Pero en fín, es ése otro tema y hoy quería centrarme en un par de cosas diferentes.

Hace poco tiempo que me sumé a una de ésas Redes. Y ahora, cada vez que me conecto a ella veo desfilar por mi pantalla un listado con los últimos cambios en las páginas de mis "amigos", en forma de Noticias.

Algunas de esas Noticias me alegran y otras me sorprenden, también las hay que me afectan en nada o me divierten. Pero de vez en cuando aparecen unas que me dejan totalmente descolocada. No tanto por su contenido, ya que son temas o sucesos que puedo ver en la TV o los periódicos y resultan, por desgracia, difíciles de ignorar.

Son las opciones de respuesta que me ofrece la página, a saber: "Me gusta" y "Compartir", lo que a veces me deja perpleja.

El icono de la pequeña mano con el pulgar levantado aparece inocentemente colocado, pongo por caso, debajo de una imagen que me pone los pelos de punta: un niño con la cara deformada por una enfermedad, un perro salvajemente mutilado por algún hideputa, una mujer con señales de haber sido agredida por otro de la misma calaña, y cosas así.

Y después de verla y experimentar el inmediato impulso de pena, rechazo o rabia, cuando busco el correspondiente icono que diga al mundo que lo que veo "NO me gusta" o, mejor aún, el equivalente a "me gustaría ver al culpable de ésto en el mismo estado" (en forma de elegante y esquemático icono azul, por supuesto, que una cosa es el sentimiento y otra el diseño gráfico), voy y me encuentro tan sólo con la linda manita azul en su eterno gesto de O.K. como opción.

Y ya me dirán como demonios se expresa una opinión negativa dando un voto positivo.

Así que a veces he optado por escribir un comentario que diga lo que pienso, pasando ampliamente de la manita; y otras lo he dejado por imposible, pasando a otra cosa. Pero ninguna de esas acciones serían necesarias si existiera el mencionado botoncito, claro y rotundo, de "NO ME GUSTA" (así, en mayúsculas, para acentuar el efecto).

La segunda opción que se me presenta bajo la Noticia es "Compartir". La uso a menudo y sin problemas ya que hay cosas que realmente me alegro de encontrar: fotos, vídeos, artículos, etc., y pienso que merecen ser difundidos por su belleza, creatividad o inteligencia, o por ser temas de interés general. Bien.

Lo malo es cuando se trata de algo que, como he dicho antes, no me gusta. O cuando el mensaje, sea cual sea, viene acompañado por un innecesario y coaccionante texto tipo "si no lo compartís no tenéis corazón" o, más arteramente, "sé que mis amigos pondrán ésto en su muro" (o lo que es igual: los que no lo pongan no demuestran ser mis amigos), o cualquier otro chantaje emocional al uso.

Por ahí no paso, y cualquier cosa que llegue a mi página para ser difundida con recursos tan burdos termina desapareciendo incluso de las Noticias. En realidad puede que el contenido me parezca interesante o digno de ser compartido, pero la forma no; y ésto: la forma, tiene más importancia de la que parecen pensar los creadores de esas páginas-cantera de la que salen la mayoría de estos mensajes-comodín que nos llegan multiplicados gracias precisamente a la estructura de las Redes.

Las Redes Sociales tienen cosas buenas, pero no todas me gustan. Y poder decirlo es importante.

domingo, 12 de febrero de 2012

Atrapad@s en la Red Social (1)




Mi mayor deseo es que tod@s seamos felices y gocemos de buena salud.

Pero, por favor, ¿no podríamos ser un poco más sensatos y cuidarnos también nosotros mismos?. Nuestro cuerpo resulta más perjudicado por todo lo que le hacemos "de más" que por lo que dejamos de hacerle; por nuestras costumbres y "cuidados" equivocados.

Ingerimos demasiadas calorías que no quemamos en nuestra vida sedentaria. Y en vez de hacer el pequeño esfuerzo de caminar las distancias accesibles o esforzarnos un poco físicamente en las tareas cotidianas, pretendemos compensarlo con un rato de sudar en el gimnasio.

Abusamos de calefacción y de aire acondicionado, en vez de vestirnos de manera más adecuada a las temperaturas y cuidar el aislamiento de las habitaciones; y cuando salimos al exterior podemos "pillar" cualquier cosa porque nuestras defensas se han debilitado.

Acudimos a la cirugía plástica para modificar por puro capricho ésto o lo otro, dando más importancia a la opinión ajena que a nuestra salud.

Abusamos de cosméticos en vez de tomar un poco más de aire y de sol, de desodorantes agresivos que favorecen el cáncer en vez de agua y jabón más a menudo; de pastillas para dormir, para subir el ánimo, para tranquilizarnos, en vez de buscar las causas profundas de esos transtornos y ponerles remedio.

Envenenamos nuestro cuerpo con nicotina y alcohol, y nuestra mente con basura mediática.

Trabajamos en exceso para ganar más y consumir más, sin dejarnos tiempo suficiente para disfrutar de todo lo que ya tenemos y de las muchas cosas gratuítas que nos rodean.

Nos embarcamos en una actividad social a menudo frenética para entretenernos, cuando lo que realmente nos vendría bien sería un poco más de silencio y descanso.

Y así hasta el infinito...

Sería ingénuo decir que unas costumbres más sanas nos van a salvar de todas las enfermedades. Pero está más que demostrado que unas cuantas acciones sencillas y una actitud positiva ante la vida ayudan activamente a nuestras propias defensas naturales: nos mantienen a salvo de muchos males y aligeran la gravedad de los que son inevitables.

"He decidido ser feliz porque es bueno para la salud", escribía Voltaire en una de sus cartas. Quizás fuera una de sus más "lúcidas" conclusiones.

Asi pues, querid@s amig@s, CUIDAROS y cuidar de los vuestros, que más vale un por si acaso que un quién lo hubiera dicho.

Mucha salud y besos para tod@s.

viernes, 10 de febrero de 2012

La India soñada, la India vivida


Cada vez que pienso en la India, veo una imagen doble. No es el único país con el que me sucede, pero en este caso ambas imágenes son tan diferentes que me resultan difíciles de conciliar: la India soñada, la India vivida.

Desde que, siendo niña, descubrí que los libros eran la puerta de entrada a otros mundos, leer ha sido una actividad imprescindible en mi vida. Una pasión y a veces casi un vicio. Y entre los libros de mi infancia hubo algunos especialmente queridos, leídos una y otra vez, que imprimieron en mi imaginación hechos y lugares que nunca había conocido pero que soñaba con llegar a conocer.




Entre esos libros había uno: "Flor de leyendas" se titulaba, donde se relataban las historias de Nala y Damayanti, de Sakuntala y su anillo; adaptaciones de antíguos cuentos y leyendas de India en los que se desplegaba un mundo de dioses y héroes, princesas, brillantes palacios, sedas de colores, ascetas y elefantes, bosques sagrados y curiosas costumbres. Una India que, al igual que la luz sobre una película fotográfica, imprimió en mi mente infantil una imagen latente que sólo esperaba el contacto con la realidad para materializarse.




Pasaron bastantes años hasta poder cumplir el sueño de viajar, y unos cuantos más para llegar a la India. Para entonces ya la infancia había quedado muy atrás y la vida me había enseñado que sueño y realidad están hechos de diferente material. Los cuentos habían dado paso a libros y vídeos, y por ellos "sabía" que la India actual no era como en las leyendas: los maharajás habían sido sustituídos por funcionarios y los elefantes por vehículos a motor y bicicletas, y en las ciudades se apiñaba una masa cada vez mayor de gente mientras los bosques, sagrados o no, iban desapareciendo a causa de la superpoblación. Suponía que, una vez allí, esa realidad borraría la imagen soñada y quedaría, sólida y firme, la experiencia vivida.




Aquél primer viaje por la mitad norte de India, en 1.993, fue un shock. Ninguna información previa fue suficiente: la realidad sobrepasó todo lo esperado.

El calor, las multitudes, las comidas tan picantes que nos resultaban incomestibles, las calles llenas de basuras, los transportes machacantes, los olores ofensivos, la atmósfera contaminada de las ciudades, las habitaciones desvencijadas. Y la frecuente impresión de ser vistos como monederos ambulantes donde todo el mundo deseaba meter la mano.




Habíamos querido viajar, como siempre, por nuestros propios medios; sin intermediarios, sin intérpretes ni guías; no por afán de aventura ni por buscar lo difícil sino porque nos parece la única manera auténtica de viajar.

Y resultó bastante duro, lo confieso: media docena de veces me dije "no más", pero otras tantas seguí adelante hasta completar el recorrido que nos habíamos trazado. Y volví a casa con varios kilos de menos y algunos carretes de fotos, pero sobre todo con un alivio infinito de verme de vuelta aquí.




Y sin embargo volvimos de nuevo. Habían pasado trece años y esta vez el viaje nos llevó por el sur. Tal vez las cosas habían mejorado realmente en esos años, o nosotros estábamos más "curtidos" después de conocer otros países asiáticos. O quizás se debiera a que el sur de India siempre ha sido más puramente hindú que el norte donde se mezcla con el islamismo, y las gentes resultaban más agradables y desinteresadas. Y las comidas no eran todas un puro fuego.




Sea por lo que fuere, aquella vez me fue más fácil apreciar y comprender lo que veía y volví a casa con otra impresión, con otra experiencia y más conocimiento que la anterior.

Ni en el primero ni en el segundo viaje he encontrado las imágenes que poblaron mis sueños infantiles. Sin embargo y contrariamente a lo esperado, aquellas imágenes latentes no se han borrado y conviven inexplicablemente con las nuevas que ha creado la experiencia real.




En mi cabeza hay dos Indias: la India soñada y la India vivida. El tiempo va suavizando los contornos y fundiendo sus colores en una sola imagen que pronto podré llamar recuerdo...

lunes, 30 de enero de 2012

Sueños en India / Dreams in India


Me había llamado la atención el título de la exposición: "Sueños de India" y, sin buscar más información, me acerqué ayer al Museo de Antropología para verla.

Esperaba encontrar la exposición de fotografía al uso, con los paisajes, ciudades y gentes de aquél exótico país reproducidos en brillantes copias individuales de gran formato; y en principio me sentí algo decepcionada al encontrar las paredes cubiertas de paneles con fotos impresas y largos textos explicativos. Al fín y al cabo, me dije, no era de fotos.




Pero pronto me encontré sumergida en la lectura, que me pareció interesante. Y cuando llevaba algo más de la mitad recorrida entró en la sala una pareja que, en tono poco discreto para un museo, discutía a medida que se iban desplazando de un panel a otro.

Él, airado, venía diciendo que las fotos eran "...una mierda, sin cuidar ni el color, ni la exposición, sin tener en cuenta para nada el balance de blancos...". Ella intentaba oponer tímidos argumentos a favor de "...un encuadre interesante, y las miradas de esos rostros sonrientes...", que él rebatía sin contemplaciones "...porque a esa gente le encanta que le hagan fotos y así es tan fácil...".




Y pensé para mí: ¿habrán leído el texto?; aunque estaba claro que no, ya que todavía no he visto a nadie capaz de discutir, leer algo y enterarse de qué va, todo al mismo tiempo.

Quizás habían venido a ver una exposición de fotos y seguían empeñados en descubrirla donde no estaba. Quizás habían estado en alguna ocasión en India y esperaban reencontrarse con las asépticas imágenes disfrutadas tras las ventanillas de un autobús con aire acondicionado o las cristaleras del resort, cómodamente preservados de la incómoda realidad en el interior de una burbuja creada a su alrededor por el tour operador.




Tal vez simplemente les gustaba la fotografía. Aunque parecían ignorar que una buena imagen no se limita a reproducir correctamente lo que tiene delante sino que intenta llegar más allá y, paradójicamente, a menudo son imágenes tecnicamente incorrectas las que mejor transmiten una realidad.

En fín, no tardaron demasiado en desaparecer y pude seguir mirando aquéllas fotos y leyendo sus historias para comprender el porqué de aquél título que le habían puesto a la exposición. Y es que esos "sueños" no se referían a las imágenes que en nosotros, espectadores, pueda evocar la India; sino a lo que ellos, sus habitantes, sueñan mientras viven allí.




Sueños de gentes humildes, que desde nuestra óptica pueden parecer más bien deseos que sueños. Su misma modestia resulta enternecedora y describe al soñador sin verlo: "sueño con tener una moto grande para poder llevar en ella a toda mi familia de paseo...", "...con hacer un viaje fuera de mi aldea...", "...con ahorrar la dote para casar a mi hija...". Los había más ambiciosos, pero en todos se percibía pareja procedencia: entre esas 100 familias indias no había ninguna fortuna. Quizás porque con dinero el sueño, algo que mora en las alturas de lo etéreo e inalcanzable, se transforma en deseo, más accesible y cercano.




El mensaje de la exposición es que las personas, vivan donde vivan, pertenezcan a una u otra cultura, crean en una u otra deidad, tienen sentimientos y deseos bastante parecidos: quieren ser felices, vivir en paz, ser queridos y valorados, que su familia salga adelante, que sus hijos tengan futuro, tener medios para vivir cómodamente. En India, en España, en cualquier otra parte del mundo.

Me alegré de haber ido a verla. Aunque no fuera exáctamente una exposición de fotografía.


* Las fotos de esta entrada no son de la exposición ni tienen que ver con ella. Las tomé en India hace casi veinte años y su calidad deja mucho que desear, pero las personas siguen siendo muy parecidas.

* En este Vídeo de You Tube puedes ver de qué va el proyecto que ha dado lugar a la exposición.

jueves, 26 de enero de 2012

Cuadros sin una exposición


El día que entré en un museo de Arte Moderno y, enfrentada a una pila de platos de loza blanca, me encontré de pronto intentando descifrar el significado oculto tras el título sin duda simbólico de "Pila de platos", algo cambió en mí. Comprendí en un instante que mi concepto del Arte se había quedado anticuado y que necesitaba reeducarme.




En realidad lo venía sospechando hacía ya algún tiempo, creo que desde la última edición de ARCO que visité. En el stand de una galería de arte me llamó la atención ver expuesto lo que en principio tomé por ejercicios de la clase de Diseño Gráfico y me acerqué a ver si alguno de mis compañeros... Pero andaba equivocada: no era un simple ejercicio de aprendiz.




Así que me he pasado cierto tiempo estudiando alfabetidad visual, técnicas de contraste y armonía, reglas de composición, niveles de representación, teorías de la Gestalt y cosas así. Pensando que llegaría un momento en que se descorrería el velo de tinieblas en que sin duda se hallaba sumido mi entendimiento para no comprender el mensaje oculto en aquélla "Pila de platos" del museo.




Pero el tiempo ha pasado y no he conseguido encontrar una definición realmente clara, precisa e indiscutible de lo que es el Arte. Por lo visto varía de un tiempo a otro, de una sociedad a otra, de una cultura a otra diferente. Al fín y al cabo, la Pietá de Miguel Angel, pongamos por caso, y aquélla "Pila de platos" de autor moderno son igualmente artísticas...




En fín... al menos me ha servido para afinar el ojo y andar atenta a lo que me rodea, para no pasar de largo ante las obras de Arte con que nos obsequia contínuamente la Naturaleza.

Como toda obra artística que merezca tal nombre son estéticas, provocan emociones, emplean diferentes recursos plásticos, y están creadas con esmero y dedicación.

Nunca estarán colgadas en una galería ni serán acaparadas por coleccionistas avariciosos, pero siempre puedes llevarte su imagen en la cámara.

La exposición se encuentra al aire libre, sus obras se renuevan contínuamente y, lo mejor de todo: ¡cualquiera puede disfrutarlas de forma gratuíta!.

viernes, 20 de enero de 2012

Angeles y Demonios


En el parque de El Retiro, en Madrid, tenemos una de las pocas estatuas  dedicadas al Angel Caído que existen en el mundo, obra del escultor Ricardo Bellver.

Habré pasado por delante cientos de veces, y en ocasiones también me he detenido a contemplarlo: una hermosa figura contorsionada que parece escrutar el cielo con gesto de cólera o terror. Y a veces me he preguntado: ¿Qué teme el Angel?, ¿qué amenaza invisible le hace retroceder llevándose una mano a la cabeza?.

El cielo azul no parece ocultar en su bóveda peligro alguno. Más bien evoca aquéllos versos de García Lorca que amenizaban el texto de mi lejano libro escolar: "...un cielo grande y sin gente monta en su globo a los pájaros; el sol, capitan redondo, lleva un chaleco de raso...".

¿Qué teme el Angel?

Un ser perfecto, hermoso e inteligente, expulsado de los Cielos; antes Portador de la Luz y ahora condenado a las tinieblas... Desde luego son razones de peso, convincentes, para la desesperación. Y sigo mi paseo, en la creencia de haber comprendido su gesto.




Pero ayer volví a pasar, una vez más, por El Retiro. Tomaba unas fotos, distraída, mientras esquivaba el ir y venir de patinadores y bicicletas para evitar que alguno se me llevase por delante.

Y ví que esta vez el Angel tenía compañía. Posadas sobre su brazo, como si de un árbol se tratase, miraban los alrededores sin reparar en él.

Lucifer retrocediendo ante la cólera de un Dios iracundo, sintiendo ya el ardor del Infierno a sus espaldas... y ellas, indiferentes al terrible drama, llenando de inmundicias su hermosa figura.




Solamente entonces me dí cuenta de lo equivocada que había estado en mi interpretación.

¿Qué teme el Angel?. No al Cielo ni al Infierno, no al castigo divino. Sino a la indiferencia de los mansos, él, que se atrevió a rebelarse; a la humillación de los irracionales, frente a su inteligencia; al desinterés de los humildes, ante todo su poder; de los débiles, ante su fuerza...




Ahora estaba clara la causa de su gesto de horror, de su rechazo. Él, que había estado en lo más alto, se veía impotente a merced de aquéllos pequeños demonios impertinentes y descuidados.

El Angel tenía miedo... de las palomas.