miércoles, 19 de diciembre de 2012

La Profecía


Siempre me han caído mal. Gente descontenta y amargada que no sabe más que augurar desgracias a sus semejantes para que se sientan igual de mal que ellos. Los profetas, para que nos entendamos, de ayer y de hoy.

Del Antíguo Testamento hasta nuestros días, pasando por Nostradamus y seguidores. Siempre parecen estar escudriñando las interioridades de su bola de cristal en busca de tiempos oscuros para ser los primeros en darnos la noticia de las catástrofes que nos aguardan a la vuelta de la esquina o un poco más allá.




Igual estoy metiendo la pata, porque en algún lugar quizás duermen profecías positivas. Tal vez algún visionario oyó voces que le describían cómo de felices iban a ser los humanos cuando en tal fecha se acabase de una vez por todas con el cáncer, con el sida; cuando muriese de hambre el último niño porque a partir de entonces los alimentos llegarían a todos por igual; cuando desapareciesen las armas, y las guerras fueran solamente un recuerdo desagradable pero necesario para no repetir los mismos errores. Puede que esté escrito que un día tal como hoy va a suceder algo maravilloso que nos hará felices y terminará con alguno de nuestros humanos problemas... pero estoy casi segura de que, de existir tal profecía, su descubrimiento no sería portada en las Noticias ni conseguiría el crédito que le damos a cualquier otra que nos augure los peores males.




Quizás en realidad nos gusta sufrir. Puede que no anduviera equivocado el Interventor de "Un mundo feliz" cuando intentaba explicar al Salvaje cómo funciona la mente humana: "La felicidad real siempre aparece escuálida por comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha. Y, naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho, tan espectacular como la inestabilidad. Y estar satisfecho de todo no posee el hechizo de una buena lucha contra la desventura, ni el pintoresquismo del combate contra la tentación o contra una pasión fatal o una duda. La felicidad nunca tiene grandeza".

Y por eso en estas fechas andan las aguas mediáticas tan revueltas con que se termina el mundo de aquí a dos días. Que lo predijeron los incas, oiga; y con aquéllos misteriosos conocimientos que atribuímos a las civilizaciones que no acabamos de comprender, y el tesoro de arcanos que sin duda manejaban a diario, ¿cómo dudar de lo que se nos avecina?.




¡Y ya es fatalidad, caramba, que tenga que ser justo el día 21 de diciembre...! Nos quedaremos sin saber si el décimo de Lotería que compramos con tanta ilusión se llevaba por fín algún premio; en la despensa se echarán a perder las viandas para la cena de Nochebuena; Papá Noel se encontrará con el trineo lleno de regalos que no podrá repartir, y no habrá brindis y fuegos artificiales para dar la bienvenida al Nuevo Año... ¡Con la que está cayendo y encima se tiene que acabar el mundo!.

Pues, por mi parte, no pienso cambiar mis planes. Además, ¿qué iba a poder hacer en un par de días que no haya hecho ya?. Si eres consciente de que no vas a vivir eternamente, de que solamente dispones de un tiempo limitado de luz antes de volver a la oscuridad de la que procedes, ya procuras que cada día cuente. No dejas lo importante para un hipotético futuro que podría no estar dentro del programa; no rechazas lo que realmente estás deseando hacer en un momento dado; no olvidas dar un beso a quien quieres, mientras tienes la oportunidad de hacerlo.

No me preocupa saber si se acabará o no el mundo. Sé que se acabará. El fín del mundo, para mí, será el día que yo muera. Mientras tanto...