sábado, 9 de agosto de 2014

Creadores de sombras


Ocurrió hace sesenta y nueve años.

Es difícil pensar, sin sentir una opresión en el estómago, en los habitantes de Nagasaki en aquella mañana de agosto de 1945. Sin imaginar lo que se les venía encima; sin saber que el reloj estaba contando los últimos minutos antes de que su vida, sus familias, su hogar, su ciudad, todo lo que habían sido y realizado hasta ese momento, se precipitara de cabeza en el infierno nuclear para ser reducido a cenizas en un instante.




Tres días antes Hiroshima había sufrido el mismo castigo; la misma ordalía de fuego que dejó una cicatriz chamuscada y erizada de ruinas en el paisaje que hasta entonces contenía una ciudad. Que se llevó de un solo golpe la vida de más de la cuarta parte de sus habitantes y dejó su semilla de muerte aplazada en muchos más.




¿No había sido suficiente con la primera? Más aún: ¿fue absolutamente inevitable esa primera bomba?, ¿era imprescindible esa devastación sin precedentes para poner fin a una guerra?. Es difícil juzgar el pasado desde nuestra perspectiva actual, cuando nuestras vidas no se ven amenazadas y podemos permitirnos el lujo de reflexionar sin odio y sin miedo. Pero no debemos olvidar.




Por eso, durante nuestro reciente viaje por Japón, al visitar Hiroshima y Nagasaki, también nos detuvimos en los museos que ambas ciudades han dedicado al recuerdo de aquel horror que les cayó del cielo.

Impresiona.




Puedo decir que es lo bastante persuasivo como para salir de allí deseando que ojalá nunca se hubiera inventado algo tan diabólico. Imposible comprender cómo seres humanos en su sano juicio (?) siguen construyendo y acumulando arsenales de bombas que dejan pequeñas a aquéllas, con una capacidad de destrucción que se multiplica con cada nueva generación.




Nos emocionó ver cómo, en Hiroshima, los escolares se reúnen delante del conmovedor monumento dedicado a los niños, pequeñas e inocentes víctimas de todas las guerras. Allí cantan canciones y dejan multicolores ofrendas de "mil grullas de papel", como homenaje a Sadako y a todos los niños que sufrieron las consecuencias de la locura de los adultos.




En el Museo de la Bomba Atómica de Hiroshima, al final del recorrido, se puede ver una pequeña colección gráfica realizada por algunos de los supervivientes de aquel día terrible. Prefiero dejar que sean sus propias palabras las que pongan punto final a este personal recuerdo para Japón.


We will win?
August 11, 1.945, around 11:00 a.m.

Torazuchi Matsunaga (18 at time of bombing, 47 at time of drawing)
(notes from the artist)

I met two energetic children. I was amazed. I told them
it was nice that they were so healthy and asked them
where they were when the bomb was dropped. The 
older boy explained that they were in a crawlspace
under an apartment building and gave a lonely laugh.
The smaller boy asked me if our soldiers could still win
even though they were burnt.
Although I felt the uncertainty in my heart, I
asserted passionately that they would bring us victory.
I still feel responsible for those words.


¿Vamos a ganar?

11 de agosto de 1.945, alrededor de 11 a.m.

Torazuchi Matsunaga (18 años en el momento del bombardeo, 47 años en el momento de dibujo)

(notas del artista)

Conocí a dos niños enérgicos. Me quedé sorprendido. Les dije
que estaba bien que estuvieran tan saludables y les pregunté
dónde estaban cuando cayó la bomba. El
chico mayor explicó que estaban en un (hueco bajo el suelo)
de un edificio de apartamentos y soltó una risa solitaria.
El niño más pequeño me preguntó si nuestros soldados todavía podrían ganar
a pesar de que estaban quemados.
Aunque sentía la incertidumbre en mi corazón,
afirmé apasionadamente que nos iban a dar la victoria.

Todavía me siento responsable por esas palabras.

sábado, 18 de enero de 2014

De vacas y hombres


Hace poco leí una historia que me gustó mucho y me dio que pensar aún más. Parece ser un cuento antiguo, que el autor de un blog ha recogido y contado a sus lectores. Yo la escribiré aquí con mis propias palabras para no copiarlo ya que, aunque no es de mi invención, me parece una historia digna de ser compartida e invita a la reflexión.

Un sabio y su discípulo recorrían andando los caminos de su país, y cada día el maestro aprovechaba las incidencias cotidianas y las gentes con que se iban cruzando para inculcar en su joven discípulo la enseñanza de las virtudes que debería cultivar y de los vicios que le convenía evitar en su vida.

Aquel día el maestro había pensado hacerle ver cómo algunas personas se conforman con llevar una vida mediocre por miedo al cambio y a los problemas que éste les pueda acarrear, sin pensar siquiera en emprender el camino que podría conducirles a una vida mejor.

 Después de caminar a través de campos y aldeas durante horas llegaron a la vista de una pequeña casucha de mísero aspecto. Junto a ella se encontraba una vaca famélica que pastaba la hierba de la pequeña parcela salpicada de montones de basura, y un hombre harapiento que la vigilaba atentamente.




El hombre, compadecido al ver sus ropas cubiertas por el polvo del camino y su aspecto fatigado, les invitó a entrar en su casa para refrescarse con un vaso de leche, lo único que podía ofrecerles. En la pobre vivienda, toda una familia vivía en la más absoluta miseria; a través del cañizo agujereado del tejado se filtraban los rayos del sol, lo mismo que entraría el agua durante las lluvias, alumbrando un suelo de tierra cubierto a medias por unas esteras raídas como único ajuar. A las preguntas del maestro contestó el hombre que su única y preciada posesión era aquella vaca; su escasa leche impedía que muriesen de hambre, y para alimentarla mantenían su pequeña parcela de hierba y se desplazaban por las lindes de otros campos, pues ningún otro terreno era de su propiedad.




Habiendo agradecido al hombre sus atenciones salieron de nuevo al camino, y una vez lejos de la casa dijo el maestro a su discípulo:

- Este hombre tan pobre se ha portado bien con nosotros. Debemos ser agradecidos con él.
Y al caer la noche, cuando ya todo estaba en silencio y la familia dormía, volvieron a la casa y entraron al pequeño cercado en silencio. Entonces el maestro desenfundó su cuchillo y, ante los ojos incrédulos del discípulo, degolló a la vaca.

El discípulo se quedó horrorizado al verlo, ya que no esperaba tal acción como muestra de agradecimiento. Sin embargo, conociendo a su maestro y sabiendo que siempre obraba con rectitud decidió callar y esperar a ver qué enseñanza saldría de todo aquéllo.

Marcharon de allí en silencio y, unos meses después de aquel episodio, su camino volvió a conducirles por aquellas tierras; a la vista estaba ya la vivienda del hombre, aunque ahora su aspecto era bien diferente: el tejado se veía nuevo, la fachada reluciente, y el cercado protegía una huerta en cuyos surcos se alineaban verduras y hortalizas en abundancia.

- Vamos a ver qué tal le ha ido a nuestro amigo durante este tiempo, dijo el sabio disponiéndose a llamar a la puerta.

- Pero maestro, le dijo el discípulo con aprensión, esa familia ya no vivirá aquí. Mataste su vaca, ¿lo recuerdas?; era su único medio de vida y seguramente ahora mendigan su sustento en otra parte. Esta casa es próspera, ¿cómo van a ser los mismos?.

Pero ya la puerta se abría y en el umbral apareció el mismo hombre de la vez anterior, que les invitó con amabilidad a pasar para refrescarse. El discípulo no salía de su asombro viendo aquel interior tan diferente a la miseria que recordaba: los muebles humildes pero nuevos, las caras alegres, las ropas limpias, el puchero humeante sobre la mesa. ¿Cómo era posible?.




- Algún maleante mató nuestra vaca -contestó el hombre a las preguntas del sabio- o quizás un vecino envenenado por la envidia. En el primer momento me invadió la desesperación, ya que la leche era nuestro único sustento y sin ella moriríamos de hambre. Pero después pensé que lo mejor sería vender la carne, pues de otra forma se hubiera estropeado, y con una parte de la ganancia comprar semillas y sembrarlas. Con el resto del dinero nos mantuvimos hasta que crecieron las hortalizas, ya que destinamos a huerto lo que antes sólo servía para alimentar al animal; la tierra era buena y fértil, y como recolectábamos más de lo que necesitábamos para comer empezamos a venderlo en el mercado. Ahora tenemos un puesto y todos los días podemos traer algún dinero a casa. Nuestra vida es mejor, y cada día doy gracias a los dioses y pido su bendición para aquél que mató mi vaca, ¡bendito sea!...

Aquel hombre había permanecido aferrado a su vaca, cuya escasa leche les mantenía tan precariamente con vida, sin pensar que hubiera sido posible venderla y emprender otro camino; el mismo que se vieron forzados a tomar cuando las circunstancias no les dejaron otra salida.

Del mismo modo muchas personas permanecen aferradas a un trabajo que no les satisface, a cambio de unos ingresos que les permiten únicamente sobrevivir, sin plantearse que tal vez podrían intentar algo nuevo para lo que están preparados y triunfar en ello. Otros siguen manteniendo una relación insatisfactoria y sin amor, engañándose a sí mismos, diciéndose que a cambio de estar acompañados merece la pena aguantar cualquier maltrato. No imaginan que en sus manos está la facultad de cambiar su mediocridad por algo mejor, y se consuelan diciéndose que peor es no tener nada. O son capaces de imaginarlo, pero el miedo al cambio y a las dificultades que traerá los mantiene paralizados, atados a su vida pobre y sin horizontes como el hombre a la famélica vaca.

A veces tener algo es peor que no tener nada, cuando ese algo es en realidad una cadena que te paraliza y te impide mejorar tu vida.


* Mi agradecimiento a RA Mario, de cuyo blog "Ampliando mi círculo de amistades" he tomado la historia que cuento aquí.